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OBRA EN MOVIMIENTO

Alex Fleites

Poeta y Crítico de arte cubano


Más de 30 años de ininterrumpida y exitosa carrera artística posibilitan un corte en la obra de Gilberto Frómeta (La Habana, 1946), aún cuando el análisis se resienta por la movilidad de la misma y por su propia vocación de acontecer, de discurrir y tributar dentro de un caudal sumamente rico, polémico y complejo: el de las artes plásticas cubanas de las cinco últimas décadas.


La historia de la mayor de las Antillas está indudablemente sesgada por una fecha: 1959. La rebelión popular que liderara Fidel Castro llega al poder y, desde allí, se trasmuta en algo más profundo, radical y conmocionante: una revolución que estremece todos y cada uno de los estamentos de la vida nacional, desde la base económica hasta el universo de las relaciones interpersonales. Y, por supuesto, su amplia marejada llega al arte, que no sólo va a expresar, desde las peculiaridades de su lenguaje, tamaño acontecimiento, sino que, además, empieza a tener un desarrollo inusitado.


Claro que los cimientos para esa explosión de creatividad estaban echados. Basta una rápida mirada a los antecedentes para confirmar este aserto.


LA REPÚBLICA


Los primeros años de la República1 no encuentran expresión eficaz en la pintura. En términos temáticos dominan los bodegones, las naturalezas muertas y toda suerte de representaciones sujetas a criterios académicos. También se destaca la corriente épica, que tuvo en Menocal, Valderrama, Hernández Giró y García Cabrera sus más destacados exponentes.


Los épicos fijan su mirada en las grandes figuras mambisas2 de la contienda recién concluida. Algunos, como Menocal (1863 1942), incluso lucharon machete en mano contra los españoles. Sus cuadros, narrativos, desprovistos de emoción, recibieron agudas críticas. Valderrama, por su parte, es documentalista minucioso, aunque “desamparado de toda poesía”; investiga profusamente antes de pintar, visita los lugares, toma medidas, entrevista a testigos.


Otros pintores ejercieron en el mismo período, pero carecen de interés. Cuando no copian modelos europeos, se dedican a retratos sin ninguna penetración sicológica. En 1920 el crítico Jorge Mañach clamaba porque el arte comenzara a “expresar el más vivo anhelo de nuestra conciencia colectiva”.


Leopoldo Romañach (1862 1951) es, sin duda, el mejor pintor del período. De muy joven viajó por España, Italia y los Estados Unidos, tomó apuntes en puertos y humildes aldeas. Siguió lecciones con Filippo Prosperi, visitó museos, enriqueció la mirada. Por haber nacido en Caibarién, villorrio cubano de pescadores, siente gran atracción por el mar, lo que plasma en luminosas marinas y apuntes de gran soltura y gracia. Pero a Romañach se debe, además, el haber sido un extraordinario pedagogo. Bajo su mirada estuvieron alumnos como Fidelio Ponce de León, Víctor Manuel, Amelia Peláez, Jorge Arche y Mirta Cerra, que recibieron de él, más que lecciones de pintura, magistrales clases de vida y pasión por el arte.


LOS PINTORES MODERNOS


Existe una fecha para señalar el surgimiento del arte nuevo en Cuba: 1927. Ese año, la Revista de Avance, órgano de la vanguardia, organiza un salón con 82 obras, exponentes de los rumbos inéditos que iba tomando la expresión plástica en el país. Allí estuvieron representadas las figuras decisivas en el proceso de cambio que emprendería nuestras artes. Es cierto que pintores como Víctor Manuel ya se habían dado a conocer con anterioridad, mas para el pelotón de arrancada de esa generación el salón de la Revista de Avance no sólo significó la oportunidad de salir a la palestra, sino que también les confirmó que no estaban solos en la búsqueda multifacética de una expresión nacional. Los modernos, por primera vez en la historia de las artes plásticas en Cuba, no se propusieron tomar como modelos a los más altos exponentes del arte universal, sino más bien insertarse en la universalidad desde el exacto reconocimiento del ser nacional, de su esencia cambiante y compleja.


Son nombres imprescindibles en este período el ya citado Víctor Manuel, Amelia Peláez, Fidelio Ponce de León, René Portocarrero, Eduardo Abela, Carlos Enríquez y Wifredo Lam, el más conocido de los pintores cubanos. Todos, desde diferentes ángulos y con arreglo a sus fuertes individualidades, van contribuyendo a un sentido de lo visual nacional, ya se centren en la temática de los campos (Carlos Enríquez), con su dura poesía, o en la vertiente negra de nuestra cultura (Lam), hasta ese momento sólo abordada en su aspecto pintoresquista y, por eso, exterior.


La década de los cuarenta suma nuevos nombres a este apretado panorama. Junto a los maestros ya establecidos trabajan Mario Carreño, Felipe Orlando, Cundo Bermúdez, Mariano Rodríguez, Roberto Diago y Arístides Fernández. Diago fue, sobre todo, un excelente dibujante; abordó algunos temas que lo parangonan con Lam, al que aventajó en ocasiones, pero su corta vida (se suicidó) y cierto coqueteo con las ideas fascistas no han contribuido a su general reconocimiento.


LOS AÑOS CINCUENTA


Los años cincuenta se corresponden con la nefasta dictadura de Fulgencio Batista. Su gobierno intentó desesperadamente ganarse la simpatía de los intelectuales, pero encontró el más abierto repudio de casi todas las figuras prominentes. Iniciativas oficiales como el salón de artes plásticas por el centenario del nacimiento de José Martí, y la Segunda Bienal Hispanoamericana de Arte resultaron un fracaso.


Muy claramente se dividen en dos grupos los artistas surgidos en este período: los abstractos y los figurativos. Parte de los primeros alinean en el Grupo de los Once, donde encontramos, entre otros, a Fayad Jamís, Raúl Martínez, Agustín Cárdenas, Díaz Peláez –estos dos últimos, escultores– Antonio Vidal, René Ávila, Hugo Consuegra y Antonia Eriz. Son también destacados miembros de esta generación el cinético Sandú Darié, Luis Martínez Pedro – el de las estilizadas Aguas territoriales, los escultores Mateo Torriente, Florencio Gelabert y Rita Longa, los pintores Pedro de Oráa, Antonio Vidal, José M. Mijares, Servando Cabrera y Raúl Milián, entre tantos citables.


LA REVOLUCION


Triunfa la Revolución. Algunos artistas abandonan el país y en el exterior encuentran acogida comercial y atención de la crítica; otros se quedan, continúan el camino ascendente de sus obras, y contribuyen, con su prestigio bien ganado y su muy buena formación, a la educación de los más jóvenes.


La asunción de los rebeldes al poder significó, como ya dijimos, un estallido de creatividad. Se funda la Escuela Nacional de Arte (ENA3), que toma como sede el más exclusivo club de la burguesía cubana, y a ella acuden numerosos jóvenes, muchos de los cuales proceden de los más recónditos rincones del país. Se organiza el movimiento de instructores de arte, se abren museos y galerías no comerciales y aumenta la atención al arte en las publicaciones ya existentes y en otras que van apareciendo con gran dinamismo.


A la primera promoción de la ENA pertenece Gilberto Frómeta. Junto a él estuvieron, entre otros, Éver Fonseca, el tempranamente malogrado Waldo Luís4, la poeta Albis Torres, la ecuatoriana Pilar Bustos y Jorge Pérez Duporté, quienes han trascendido por sus obras. Formaban parte del claustro Lesbia Vent Dumois, Jorge Rigol, Antonia Eriz, Adigio Benítez, Fayad Jamís, Servando Cabrera y Carmelo González, todos reconocidos artistas, que sumaban a su innegable maestría la espontaneidad, espíritu investigativo y falta de dogmas característicos de la juventud de la época.


Frómeta había comenzado estudios de dibujo comercial, a los doce años, en una escuela del Estado de California. De modo que cuando ingresa en la ENA era de los pocos que ya tenía cierta formación académica. Ese tiempo, de febril aprendizaje, lo dota de una notable capacidad técnica al tiempo que lo permea de las ideas políticas y estéticas de la época; las primeras, vivamente condicionadas por el enfrentamiento entre Cuba y la potencia del norte, que se resistía –y aún hoy se resiste – a perder la isla como neocolonia.


Por eso no es de extrañar que su salida como profesional al ruedo de las artes nacionales fuera, en 1970, apenas tres años después de graduado, con una exposición de dibujos que, desde el título mismo, anunciara su filiación militante: La estafa de la libertad5, donde parodiaba, satirizaba y ponía en solfa la democracia representativa made in USA. Es justamente de esa colección la pieza “Cada vez que el péndulo bate, algo muere”, grafito y tinta china sobre papel, que contrapone un edificio emblemático de Manhattan –el Empire State Building–, enhiesto, inalterable, a una estatua de la libertad que oscila de acuerdo a los vientos de la “política”.


FOTOIMPRESOS


Su trabajo como diseñador gráfico en la Revista Cuba Internacional6 decide el curso de la etapa siguiente. La cercanía con el mundo de la fotografía le lleva a investigar en este arte, conformado básicamente de luz e inmediatez, para expresar sus contenidos urgentes.


Frómeta entra así en el universo de la fotoquímica: utiliza emulsiones y sensibilizadores sobre telas, maderas, papel. Al principio utilizaba fotos impresas, pero luego llega a crear sus propios negativos en los que practica técnicas diversas, desde el dibujo hasta el fotomontaje y el pase de imágenes por procedimientos químicos e impresos por contacto con la luz solar. La crítica de la época saludó con entusiasmo estos experimentos, que difuminaban los límites entre fotografía y pintura, y lo calificó como un “renovador de viejos procedimientos”7. El artista podía luego “iluminar” sus impresos, “retocarlos”, en una labor sumamente gananciosa en cuanto a resultados visuales. También llegó a un dominio tal de la técnica, que los impresos exhibían una atractiva gama en donde no intervenían los pigmentos.


Este trabajo se da a conocer en 1977, en el Museo Nacional de Bellas Artes, bajo el título Fotoimpresos de Frómeta, aunque hay obras de 1974 y 1975, como “José Martí Pérez” y “Olas”, respectivamente, realizadas sobre cartulina, que delatan la lenta elaboración de la técnica antes de confrontar al público y la crítica. De la década de los 80 del pasado siglo son “El can de mis vecinos” y “Pescadores”, también fotoimpresos sobre papel, donde se aprecian la plenitud artística alcanzada en esa modalidad.


Una circunstancia aparentemente fortuita –la escasez de materiales para continuar produciendo fotoimpresos–, cambia en 1976 el curso de su trabajo. Regresa Frómeta al dibujo a plumilla, que no había frecuentado desde su etapa de formación. Inexplicablemente para muchos, aquel inquieto experimentalista caía ahora en brazos de la Academia. Así surgen primorosos dibujos de desnudos y caballos, en una fusión de gran lirismo. La confrontación representacional de ambos elementos actúa aquí como metáfora eficaz: ¿cuánto de humano deseo hay en el caballo que observa a la mujer desnuda?, ¿cuánto de instinto animal hay en la sexualidad que se ofrece desembozadamente? Quizá la obra paradigmática de este período sea “Pinto con desnudo”, de 1979, en la que, como en el resto de las piezas de esta colección, los contornos de las figuras no se definen sino por el minucioso rayado, lo que da como resultado un dibujo virtuoso de líneas sinuosas y muy expresivas.


Como siempre sucede con este artista, Frómeta no “volvió” a la Academia, sino que usó sus recursos para conseguir resultados visiblemente personales, al tiempo que se afirmaba como uno de los grandes dibujantes del país, lo que no constituye poco mérito si se tiene en cuenta la larga tradición que existe en el ejercicio de esa disciplina en Cuba.


Los caballos galopan un extenso segmento de la obra de Frómeta, hasta el presente, mutando, ampliando el ámbito conceptual, enriqueciendo la propuesta. Aquellas plumillas que, como dijera el crítico, poseen la virtud del silencio y la luz como protagonista8, dan paso a calcografías de gran impacto por la dramática atmósfera que consiguen, a pesar –o tal vez por eso mismo– de sus reducidos formatos9. En estas piezas, lentamente, comienza a surgir el color.


Frómeta halló en los caballos un tema, un motivo y una marca distintiva. Antes que él, ya Carlos Enríquez y Servando Cabrera habían tratado a los equinos, pero nunca con tanto verismo ni dedicación. El artista ha dicho que lo que más le llamó la atención del animal fue la expresividad de sus ojos, que trasuntan cierto grado de inteligencia. Ante un cuadro de Frómeta, el maestro René Portocarrero expresó que sentía a esos animales humanizados, vivos, viriles.


En 1986 el Museo Nacional de Bellas Artes acoge la muestra Pintura 1984-1986. En ella el artista exhibe un nuevo momento representacional de los caballos, ahora con un tratamiento más cercano al pop, a los recursos propios del cine; al mismo tiempo se inicia en el expresionismo abstracto, lo que sí constituyó una suerte de nuevo salto mortal en su trayectoria.


Quizás por la necesidad del color, en una obra que, hasta el momento, había sido esencialmente monocromática y compositivamente muy contenida, los cuadros de Frómeta de esta etapa literalmente estallan a la vista del espectador. Son manchas que todavía sugieren al caballo, entrevisto en alguna de sus partes. Constituyen un verdadero ejercicio de libertad creativa y una evidencia más de que nuestro artista no concibe otro compromiso que el que establece con la dialéctica de su pensamiento estético, siempre inquieto, siempre a la búsqueda de trayectorias otras por donde expresar su personal sensibilidad. En él la ruptura deviene una oblicua expresión de continuidad.


Un paralelo curioso se establece entre la trayectoria de Frómeta y la del expresionista alemán Franz Marc10. Ambos centraron la mirada en el caballo como motivo; ambos, por esa senda, arriban a la abstracción. Pero hasta ahí llega la semejanza, pues se trata de actitudes y resultados plásticos en las antípodas.


De 1988 es la muestra Gestos descompasados. Una colección de cartulinas en la que aparece, ya plenamente, el lenguaje gestual, los efectos visuales –una suerte de materismo virtual–; incluye versos, se adentra en espesuras que hablan más a los sentidos que al intelecto. Hay en estas obras una fuerte referencia al mundo de los niños, a sus trazos libérrimos antes del aprendizaje mismo de la escritura. Es como si Frómeta, cansado de someterse a rigores varios, dejara ahora expresarse libremente “el espíritu”, en práctica que podría parecer automatismo si no estuviera condicionada por muchos años de quehacer sobre la superficie y por un perfecto dominio de los recursos propios de su arte. Como los jazzistas, aquí el pintor improvisa, desprejuiciadamente, sobre una melodía conocida. Los animales ahora, bajo difuminaciones, aparecen remotamente sugeridos.


Imposible seguir milimétricamente la dinámica secuencia de exposiciones de este autor, tanto nacionales como internacionales, no sólo por su gran cantidad, sino porque no todas –como es normal– marcan nuevos momentos. En muchas Frómeta se “revisita”, toma caminos que ya parecían abandonados y, con un pase de magia, los incorpora, como recurso, a sus preocupaciones de ese instante.


Probadas las armas en la abstracción, el recurso –hay quien considera que es un género– seguirá desarrollándose, ya sea en obras rabiosamente informalistas11, ya sea como fondo a figuraciones que, otra vez, comienzan a renovarse. Muy interesante resulta la recurrencia al mundo de los carruseles. Si antes Frómeta dibujaba y pintaba caballos “de verdad”, ahora se trata de corceles de madera que rompen la sujeción al artefacto, cabriola surrealizante, en que deben girar eternamente. El ámbito de la infancia cobra otra presencia, que no es la del


“garabato”. En “Antes de galopar, trotar” (1993), el primer plano está cubierto por caballitos de madera en sus diferentes variantes (balancines, con rueda, etc.), y al fondo, surgiendo de unos trazos que aportan cinetismo, se adivinan briosos corceles a toda carrera, en franco contrapunto con el estatismo de los juguetes.


Como Frómeta no se conforma con el hallazgo aislado, carruseles y caballos siguen siendo explorados en una serie que, si bien carece de nombre genérico, es perfectamente delimitable. A ella pertenecen piezas como “Ajiméz a la mar de la aventura” (1994), “Realidad del tiempo” (1995), “Tumulto del sueño” (1995), “Espejo que atesora” (1995) y el muy bello “Luz antigua” (1996), entre otros.


Existe una pieza, valiosísima, donde contraposición de corceles y caballitos de madera, de figuración y abstraccionismo (en una gama bastante fauvista, por cierto) llega al máximo de sus posibilidades: “Festejo boreal” (1995). Las figuras parecen descomponerse, estallar, en la velocidad. Es un mundo en eclosión que pone en juego la agudeza de nuestras percepciones, pues tan atractivos son los planos figurativos como las manchas de color. En esa obra hay complementación de uno y otro lenguaje. Nunca subordinación.


Ya en un momento de mayor “postmodernidad”, comienzan a aparecer las apropiaciones. Frómeta compone estupendas piezas donde cita a Renoir, Botticelli, Durero y, sobre todo, a Toulouse-Lautrec, cuyo mundo, es evidente, le fascina.


La chistera, que ahora surge con profusión, tocando las cabezas de los personajes masculinos –así como las pamelas, en las señoras–, ¿es un elemento que nos remite al pasado, al probar que todo tema es el tema?; o, por el contrario, ¿constituye la sátira de un tiempo y un estamento social idos, frívolos en esencia, donde la carnalidad del tordillo de madera y la cosificación del animal no son discernibles?


Entre las cosas que aprendió el maestro con el ejercicio de la abstracción, una es que el tema, “el mensaje”, puede surgir a posteriori, y que la plástica, siempre que trata de transgredir las fronteras genéricas, de hacerse narrativa y, por eso mismo, lógica, fracasa.


En “Can Can de Lautrec” (1997), el que baila es nada menos que un caballo. El público, exaltado, lanza sus chisteras al aire… De igual forma, en “El mejor amigo” (1997) los caballos de Frómeta se pasean entre personajes reconocibles de maestros del pasado: la esencia del arte es eterna, y reciclar una iconografía que se encuentra positivamente sancionada por el tiempo, un acto de apego a los valores humanistas y una cariñosa señal de continuidad innegables.


Con el tiempo, la mixtura figuración-abstracción, sobre todo en lo que concierne al mundo de los equinos, va desapareciendo. A partir del 2001 Frómeta centra la atención en ese segmento que, según él, lo expresa más fielmente: lo no representacional. Vastos estudios de color, el pigmento aplicado con aerógrafo, empleo de dripping, grattage, action painting, espátula y cuanta herramienta o recurso venga al caso, se armonizan en entregas de diferentes formatos que tienen como denominador común –y esto suena raro si hablamos de informalismo– la cuidada factura y el hurgar en ignotas zonas del inconsciente, aún cuando el autor, valiéndose de títulos sugerentes, intente anclar la referencia en un campo discernible. Me gusta recordar, de este repertorio, piezas como “Ave crepuscular”, “Ave nocturna”, “Plena luz”, “Selva de eros”.


En los últimos años la obra de Gilberto Frómeta marcha por una senda que él ha dado en llamar abstracción sincrética12. Esta se nutre, tangencialmente, de símbolos presentes en la religiosidad popular cubana, los que integra, como un elemento compositivo más, al discurso: aspilleras que remiten a Babalú Ayé13, cauríes14 como ojos, trazos de firmas de santería, Eleggua15 que se asoma entre lo tupido de la composición (¿el monte?). Como ya dije una vez, “no son exaltaciones, ni interpretaciones, ni siquiera apropiaciones del universo mágico insular. Se trata de imágenes de nuestra identidad subconsciente, a las que el artista echa mano con todo derecho.


Quien conozca ese mundo, ‘verá’ más. Quien no, por ello no encontrará dificultad en degustar la suculenta pintura de Frómeta, maestro también de la sinestesia, pues sus cuadros provocan reacciones sensoriales que van más allá del sentido de la vista.”16 Justo cuando se escriben estas líneas, nuestro artista –ora Jeckyll ora Hyde–, trabaja indistintamente la plumilla sobre lienzo (nuevamente los caballos) y la más desenfadada de las abstracciones. Alterna ambos trabajos con gran naturalidad.


Entra en un ámbito y sale del otro con la convicción de quien sabe que la obra, como la vida, no se desarrolla linealmente, y que las dos facetas de su trabajo son como espejos que se enfrentan e iluminan.


Particular interés despierta la obra abstracta de Frómeta en este momento. Luego de largas incomprensiones, el abstraccionismo cubano, juzgado práctica maldita, burguesa y “deshumanizada” por dogmáticos y sectarios, desde hace unos años constituye una corriente vigorosa y muy aportadora al panorama de las artes nacionales. También hay que decir que algunos pintores han visto al género como una vía rápida para la comercialización, pues piensan, herradamente, que su principal función es decorativa.


Frómeta ha llegado a la abstracción impulsado por su nunca satisfecho espíritu investigativo y su instinto de irrestricta libertad creativa. Y en ningún caso se propone “complacer” ni estar a tono con esta o aquella corriente, y si sus trabajos devienen obras bellas es, esencialmente, porque el autor está particularmente dotado para detectar, ejercer y compartir la belleza, o eso que, como diría Pessoa, llamamos así a falta de otro nombre y en agradecimiento del placer que nos provoca.


Desde el lejano año de 1974 Gilberto Frómeta está representado en la exigente colección de autores cubanos del Museo Nacional de Bellas Artes. Su obra, diversa y única, expresionista o de “cierto clasicismo constructivo”17, se ha exhibido con notable éxito de crítica en una docena de países, entre los que destacan España, Estados Unidos, México, Francia, Malaysia y Portugal, sede de su cuartel de invierno.


Una apretada nómina de artistas cubanos, vivos y actuantes, no podría dejar de incluirlo. Y en ella encontraríamos nombres tan justamente internacionalizados como los de Tomás Sánchez, Nelson Domínguez, Roberto Fabelo o Pedro Pablo Oliva, por sólo citar cuatro de los más notables y cercanos temporalmente a Frómeta, de quien cabe esperar nuevos deslumbramientos para aquellos que acaban de conocerlo, satisfacciones varias para sus fieles coleccionistas y sobresaltos inusitados para la crítica normativa y contenidista, aquella que quiere reducir el complejo proceso de la creación artística a unas cuantas fórmulas ridículas.


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1 La República se instaura en Cuba en 1902.

2 De “Mambí”, término que servía para nombrar a los combatientes por la independencia de Cuba del yugo colonial español.

3 Creada en 1962, en ella se cursaban las especialidades de artes escénicas, ballet, música y artes plásticas.

4 Falleció en enero de 1971, apenas cuando comenzaba su vida profesional.

5 Galería La Rampa del hotel Habana Libre.

6 Período de 1971-78.

7 La expresión se debe a Gerardo Mosquera.

8 “Violencia”, 1977; “Trote frontal”, 1979; “Pinto con tres ojos”, 1979; “Fuga precipitada”, 1979.

9 “Pinto”, “Tres”, “Caballito múltiple”, etc.

10 1880-1916. Uno de los principales exponentes del grupo expresionista Der Blaue Reiter.

11 Por ejemplo: “Solemne movimiento” (1993), “Canto en la lengua” (1993) o “Somnolienta” (1994).

12 Aunque la exposición que lleva ese nombre se realizó en la Galería Collage Habana en el 2006, algo de esto se había visto en

Haciendo caminos

, muestra organizada en Kuala Lumpur, Malaysia, en el 2005.

13 Santo que en Cuba se sincretiza con el Lázaro bíblico. Es patrono de los leprosos.

14 Especie de molusco que se da en las costas del Oriente. Sus conchas, muy apreciadas, han servido de moneda en la India y algunos países africanos. En Cuba se utilizan en un rito de adivinación.

15 Dios propiciatorio de la Regla de Ocha o santería cubana. Es el único santo del panteón yoruba que tiene representación corpórea (una pequeña piedra triangular con ojos), al resto se reconoce por sus atributos.

16 Palabras para el catálogo de la muestra

Haciendo camino

, del 2005.

17 La expresión pertenece al crítico y pintor Manuel López Oliva.

  • TEMPLO DE NEPTUNO Acrílico y óleo sobre lienzo 43 x 200 cm 2007
  • A TRAVÉS DE MIS SUEÑOS Acrílico y óleo sobre lienzo 1997 (Colección del Resaurante El Pedregal, Habana, Cuba)
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